Todos tenemos un rostro o, por lo menos, todos estamos convencidos de tenerlo. Y de ese mismo hecho procede, desde hace mucho tiempo, la más simple y banal definición del ser humano: aquel que tiene un rostro y puede, ofreciéndolo a otro, tanto comunicar y expresar sus emociones como darse a conocer en sociedad.
Pero, ¿y nuestras imágenes? ¿Qué hacen con ese rostro en el que nos reconocemos? ¿Cómo se sirven de su humanidad o, por el contrario, qué hacen para desembarazarse de ella? ¿Cómo se entiende que, después de tantos años, aún quieran maltratarlo más?
Es, pues, el destino del rostro en el cine lo que aquí se pone en cuestión. Porque el cine es la única de las nuevas artes que nos ha acompañado durante todo este siglo. Y porque su estatuto estético, incierto, ambiguo, propio de un arte joven, lo ha convertido en la más sensible de las formas de representación. La razón de que, después de haberlo exaltado y glorificado, el cine se agarre hoy en día al rostro para desfigurarlo y vaciarlo es que ese viejo objeto, el rostro (y también ese viejo concepto: la humanidad), ya no es el mismo de siempre. Por ello, y como contrapunto del texto en sí, el libro también obliga a dialogar a los rostros y a sus representaciones en un montaje fotográfico que incluye filmes de Godard, Dreyer, Bergman, Bresson, Garrel, Pialat…