Roma, tal como la conocemos –la espléndida ciudad de palacios y plazas dominados por la cúpula de San Pedro–, fue una creación del papado, remodelada y erigida de nuevo a finales de la Edad Media tras un largo periodo de abandono. Encarnaba una nueva estética: los ideales clásicos de simetría, axialidad, centro, jerarquía y unidad concretados y aprovechados para los requerimientos del poder eclesiástico y la responsabilidad cívica. Roma era simultáneamente producto y cuna del Alto Renacimiento. En manos de Bramante, Antonio da Sangallo, Vignola y della Porta, los palacios, desarrollados a partir de la austera tradición romana y florentina del Quattrocento, se convirtieron en edificios de imponente nobleza. Se erigieron iglesias a docenas. diseñadas tras la fachada del templo a partir de los principios de armonía espacial y cósmica, desplegaron una interminable versatilidad estilística en cuanto a la solución de problemas formales y teológicos. El San Pedro de Bramante y Miguel Ángel, y El Gesú de Vignola y della Porta, que se comentan aquí en detalle, representan quizá la apoteosis de la arquitectura eclesiástica del Renacimiento, al igual que el Palacio Farnese de Sangallo y Miguel Ángel destaca como la culminación de la arquitectura civil. Partridge analiza también la decoración escultórica y pictórica de Roma en los altares, las capillas y las salas de estado, incluyendo las obras maestras de la Capilla Sixtina y las Estancias del Vaticano. Masolino y Fra Angelico, Perugino y Pinturicchio, Miguel Ángel y Rafael se contaron entre los llamados a glorificar a la Iglesia y legitimar su autoridad, y sus logros perviven para el disfrute y la formación de las siguientes generaciones.