Stefan Zweig se refirió al gran humanista Erasmo de Rotterdam como el primer “europeo consciente de serlo”. Para él, Erasmo era el “maestro venerado”, al que se sentía unido no solamente en lo espiritual sino sobre todo en el rechazo de toda clase de violencia. Esta “figura de alguien que tiene razón no en el ámbito tangible del éxito sino únicamente en sentido moral” fascinaba a Zweig. La fortaleza de espíritu y la dificultad para decidirse a actuar constituyen el “triunfo y la tragedia” de Erasmo. A la hora de la verdad, cuando el príncipe elector le pide su opinión acerca del conflicto de fe que enfrenta a Lutero y el Papa, Erasmo, en realidad simpatizante de la Reforma, recomienda la intervención de “jueces reputados y fuera de toda sospecha”, es decir, encubre su propia opinión en una propuesta cauta, pues no quiere “responder de una culpa aún incalculable”. Sus contemporáneos y las generaciones posteriores atribuyeron esta actitud, que no pudo remediar la escisión de la Iglesia, a su indecisión característica. Stefan Zweig intenta, con su biografía, que Erasmo replique con lo que fue el sentido de su vida: la justicia. Sabe que “el espíritu libre e independiente, que no se deja atar por ningún dogma y que evita tomar partido, no tiene patria en la tierra”.