Hemos cerrado nuestras prioridades y nos aferramos a una serie de valores equivocados: las bases ideológicas de nuestro modelo de desarrollo han generado un estilo de vida cuyo signo de identidad es el consumo y que entiende la naturaleza como «botín de guerra». Uno de los aspectos que nos hacen cuestionar la validez del proceso de globalización es la amenaza medioambiental; la sobreexplotación de los recursos naturales anuncia una dificultad básica para la sostenibilidad, que, junto con la lucha para erradicar la pobreza, es clave para construir una sociedad global verdaderamente justa.
No lograremos superar la crisis prometiendo fidelidad a ese nuevo estilo de vida «pseudoverde» y «pseudoalternativo» del que nos gusta hacer alarde en las economías avanzadas de Europa Occidental, eso sí, sin renunciar a ninguna de las ventajas de ser rico y sin querer abandonar algunas de las ideas románticas que hemos consagrado como dogmas durante los últimos cincuenta años, como la amenaza de la energía nuclear.
Deslumbrados por un estilo de vida “pseudoverde” o “pseudoalternativo”, con frecuencia olvidamos una realidad: la economía sostenible no existe. Es la excusa perfecta para evitar el cambio y desviar la atención sobre el principal problema: el planeta está exhausto, el petróleo y nuestro estilo de vida lo están matando. La ecoeficiencia es una buena terapia para parte de nuestros problemas, pero debemos prevenirnos frente a su efecto secundario más pernicioso, su potencial anestésico. Día a día aumenta nuestra búsqueda de gratificaciones inmediatas, la urgencia por satisfacer todo deseo en germen. La felicidad y el progreso aparecen ligados a la riqueza material y a la superabundancia. La prioridad es consumir hoy aunque sea a costa de crear una sociedad estructuralmente endeudada. Este estilo de vida del que se deriva un consumo irracional e insolidario supone una agresión permanente contra el planeta.
A pesar de ciertos logros indudables, constatamos el fracaso de la globalización en dos aspectos fundamentales: nuestra incapacidad para erradicar la pobreza y la creciente agresión medioambiental.
Todo ello nos ha sumido en una crisis. Antes de alcanzar un punto sin retorno, la crisis puede ser una oportunidad de cambio. Pero debemos ser valientes, los cambios coyunturales no bastan; debemos poner en marcha una auténtica revolución que sustituya a un estilo de vida perverso con el entorno y con la humanidad en su conjunto.
Hemos puesto establecido una relación enfermiza del hombre con la naturaleza, no hemos tomado en consideración los excesivos costes ecológicos de nuestro modelo de vida, marcado por el consumo irracional e insolidario, un modelo que agota el planeta y condena a la miseria a millones de seres humanos.
¿Sigue vigente el mercado en el planteamiento actual de la economía global?
¿Cuál es la verdadera relación entre el aumento demográfico y los índices de miseria en el Tercer Mundo?
¿A qué nos ha conducido el consumo irracional de los recursos naturales?
¿Cómo afrontar la búsqueda de nuevas formas de energía menos agresivas para el medio ambiente?
Apostemos con decisión y sin complejos por la energía nuclear. Creemos un sistema impositivo que grave el despilfarro energético
Tenemos ante nosotros el reto de una revolución imparable, un cambio radical de mentalidad que sitúe en el lugar adecuado nuestras prioridades.
Una crisis estructural que podemos convertir en oportunidad de cambio si identificamos cuáles han sido los valores equivocados y corregimos nuestras líneas de actuación.