La muerte de Dios y la secularización han abierto, paradójicamente, un nuevo espacio para la religión. Un espacio, por un lado, invadido inmediatamente por neointegrismos y neo-misticismos de masas, pero, por otro, recorrido también por un cristianismo renovado, liberado por fin de hipotecas metafísicas y fundamentalistas.
La carga contra toda rigidez doctrinal, el pensamiento paulino como rescate del hombre, la recuperación de la temporalidad escatológica como posibilidad de futuro, son sólo algunas de las variaciones que, de un capítulo a otro, con una cadencia casi musical, se imbrican en torno al gran tema de la caridad y la atención al otro. Y es evidente que, a través de una aproximación tan múltiple y, al propio tiempo, unitaria, se afrontan problemas teóricos, éticos y existenciales de importancia primordial: de la sexualidad a la política, de la hermenéutica a la renuncia a la violencia metafísica, del papel de la Iglesia al verdadero rostro de la Revelación, todo ello según modalidades no precisamente ortodoxas.