Con los atentados del 11 de septiembre de 2001, Bin Laden y sus seguidores buscaban dar un giro al declive que había experimentado la yihad en los años noventa, tanto en Egipto como en Bosnia, en Arabia o en Argelia. Mediante este golpe al “enemigo lejano” estadounidense, esperaban unir de nuevo a sus partidarios y provocar el triunfo del islamismo radical en todo el mundo, en un momento en el que la segunda intifada sumía en el caos a israelíes y palestinos.
Mientras tanto, en Washington, el influyente lobby neoconservador se replanteaba los intereses estratégicos tradicionales de Estados Unidos en Oriente Medio: la seguridad simultánea del Estado de Israel y de los pozos petrolíferos. Una mezcla de excusas democráticas y reafirmaciones hegemónicas, la “guerra contra el terror” abrió definitivamente la caja de Pandora en el Irak ocupado. Los malos tratos a los prisioneros iraquíes, así como las ejecuciones de rehenes occidentales por parte de los yihadistas, ilustran el callejón sin salida en el que se han precipitado tanto la política americana como el mundo musulmán. En Oriente Medio, amenazados los lugares sagrados y desgarrado el tejido social, el odio secular se está traduciendo en la fitna, es decir, la guerra en el corazón del Islam.