«Hace algún tiempo, durante una de esas tardes en que la lluvia cuelga en la atmósfera como preludio de una noche plena de escalofríos, me topé en una estación del metro con el portafolios. Oscuro, casi triste, había sido abandonado en el andén, a unos pasos del túnel, bajo una copia fotostática desde la que sonreía con nostalgia una mujer perdida meses atrás en un pliegue de la urbe.» Así empieza este libro denso y mineral, en el que el principal protagonista es el lenguaje, y en el que los sutiles lazos de unión entre los relatos acaban por constituir una nueva realidad que permanece, bajo mil prismas diferentes, siempre idéntica a sí misma: distintos argumentos, distintos personajes y distintos escenarios que comparten una red en la que se hilvana un objeto—un portafolios, caja de Pandora de astillas narrativas—, una mujer—que reaparece una y otra vez con distintos rostros bajo un mismo nombre—, y un cuadro—el de Edward Hopper—que trasluce algo de esa soledad cruel e indefinidamente nuestra que transcurre en el subsuelo, en la ciudad.