Octubre de 1937. En la tranquila población fronteriza de Elías Piña un extraño pájaro (o no se sabe muy bien qué) sobrevuela los campos y las casas dibujando una cruz con su sombra. La violencia y el miedo se adueñan de todos. Trujillo, el Jefe, caudillo y generalísimo dominicano, obsesionado por «blanquear» sus dominios, ha dado una sorprendente consigna: quien no sepa pronunciar en perfecto español la palabra «perejil» perderá la cabeza. El inofensivo condimento se convertirá en desencadenante de la masacre: la Operación Cabezas Haitianas.
Pero en Elías Piña nadie entiende qué significa esa frontera que divide artificialmente a un pueblo que siempre ha sido el mismo. Para ellos no hay fronteras, ni lenguas ni colores que los separen. Mulatos, negros, blancos viven, trabajan y aman aquí o allá. Cultivan sus tierras en Haití, trabajan en las azucareras de Santo Domingo, se divierten en las fiestas y compran en los mercados de uno u otro lado y hablan su propia lengua mestiza de español y francés; la lengua de las tierras mezcladas.