Brillante y disparatado, James Thurber saltó de las páginas de The New Yorker a la escena literaria norteamericana a finales de los años veinte. Su humor, ácido y extraordinariamente original—«Thurber es Thurber», fue el desesperanzado desenlace de una discusión que buscaba esclarecer la veta de su comicidad—, le ganó un lugar en una generación de escritores que incluía nombres tan célebres como los de Dorothy Parker y Truman Capote. Los cuentos de Thurber, «fundamentalmente humorísticos, pero con una cierta tristeza entreverada», son el testimonio de un observador agudo y desencantado de su tiempo, que señala la absurda y sin embargo comprensible realidad de todas las épocas.