El amor es una lengua extraña, que hablamos casi por intuición. Ese idioma no necesita maestros; los chicos lo balbucean con miradas y gestos, los adultos a veces lo descubren cuando ya es demasiado tarde y los viejos lo recuerdan para poder morir dignamente. De esa lengua nos habla Martín Garzo en Mi querida Eva, una historia ambientada en Valladolid, en un cálido verano de hace ahora muchos años, cuando Alberto, Eva y Daniel eran unos adolescentes que corrían con los ojos cerrados hacia la vida y escuchaban embelesados las aventuras de un boxeador que en su juventud había colgado los guantes para seguir a una bella actriz americana al otro lado del charco y volvió musitando palabras apasionadas en inglés. El amor sorprendió a los tres jóvenes de repente, y en aquel entonces no midieron bien sus fuerzas. Ahora Daniel y Eva vuelven a encontrarse por casualidad y a revivir aquel verano desde la experiencia de un hombre y una mujer maduros. Los recuerdos se acumulan, se revelan secretos mucho tiempo guardados, y lo que parecía una cita banal se convierte en un retal de vida donde incluso cabe ensayar esa lengua extraña que llamamos amor.