Aunque atraviesen un hermoso parque o bordeen un prístino lago, los caminos que conducen hasta los sucesivos colegios en los que estudia Wolfram se ven empañados por las negras sombras que sobre ellos proyecta la escuela, permanente motivo de angustias. Porque, al final del camino, le esperan los temidos profesores, prestos a regañar y poner en ridículo a ese alumno tímido, casi tartamudo, torpe y soñador, que se identifica hasta la obsesión con los héroes de las novelas de Karl May y en ocasiones se muestra agresivo sin motivo. Sin duda es un niño peculiar: lejos de sus padres, que lo dejan al cuidado de los abuelos, Wolfram sufre extrañas «ausencias», ensoñaciones, desdoblamientos y desmayos que duran minutos y de los que intenta curarle el doctor Edelstein. Sin embargo, mientras soporta al amargado profesor Hilpert, o conversa con el doctor Edelstein y su sobrino Siegfried, que sueña con ser oficial de la caballería prusiana, en su interior va incubándose algo poderoso, que pugna por definirse y expresarse. Y que tal vez, aunque tardíamente, acabe por salir a la superficie.