Hubo tal vez, en el principio, un callado coloquio de miradas. O tal vez una música: el susurro del viento entre las hojas, el ritmo de unos pasos en el suelo. Al fin ?nadie sabe cómo, ni por qué, ni por quién? ello se hizo palabra. Desde entonces, la palabra nos hizo. La tribu desnuda que mira al cielo urdió un abrigo de frases, para no sentir tan en lo vivo la crudeza de su intemperie. La malla que la abrigaba se hizo inseparable de su propia textura. Su voz hizo de las sensaciones un mundo. Sobre el ciego cimiento de los instintos, se alzó la casa que habla, la casa del hombre. No la llamamos el lenguaje. La llamamos el universo.
La pregunta por el vínculo entre la palabra y el mundo es tan vieja como la filosofía; su importancia para la traducción y la interpretación, así como el parentesco entre esa pregunta y el debate sobre las formas y límites del arte de traducir, constituyen el tema común de los textos (bastante diversos) que integran . Textos que, por lo demás, suelen rehuir los senderos de la pura abstracción, aun a riesgo de fundirse o de confundirse con lo mismo que indagan, esto es, la literatura. Frente al desarrollo minucioso y más o menos extenso de algunos capítulos, otros proponen el breve esbozo, lindante con el aforismo, o una trama más libre y suelta, vecina ya del apólogo. El conjunto se lee, en fin, como una ?silva de varia lección? que, a favor de la más rancia tradición del ensayo, no excluye el retozo humorístico, la discreta emoción, la poesía y la fábula.