José Ángel Valente ha ido profundizando a lo largo de su carrera poética en las relaciones entre poesía y realidad. Mediante una progresiva sustitución del yo histórico, habitual en sus primeras obras, por el yo poético, y con la consumación del tránsito de la experiencia hecha poema al poema hecho experiencia iniciado en La memoria y los signos, Valente ha explorado, con una primacía de la emoción y de la pasión sobre lo racional, nuevas vías para acceder a la dimensión metafísica de la persona, a los abismos de la conciencia. Para reflejar a través de complejos entramados simbólicos la inquietante ambigüedad y los múltiples significados de lo contingente, para crear una ultrarrealidad en la que lo visible y lo quimérico se sintetizan. La densidad conceptual, la firme voluntad antirretórica, las elipsis, las estructuras estróficas de extrema tensión, el admirable sentido del ritmo, la tendencia a lo lapidario en la estela de los modelos clásicos y los sustantivos abstractos, rodeados de elocuentes silencios, han constituido los medios idóneos para esa captación de lo esencial y de las vivencias inasibles en un lenguaje usual. «Un poema no existe si no se oye, antes que su palabra, su silencio», sostiene Valente. Su poética nos acerca a la mística, a ciertas propuestas de los románticos y de los simbolistas, a los vacíos de Celan en la palabra o a los de Chillida en la materia, a la obra pictórica de Tàpies. Este segundo volumen de la Obra poética recoge Material memoria, Tres lecciones de tinieblas, Mandorla, El fulgor, Al dios del lugar y No amanece el cantor.