Don Marcelino Menéndez y Pelayo calificó las odas de " La paloma de Filis " de «treinta y tres lúbricas simplezas, cuya lectura seguida nadie aguanta». Menéndez Pelayo era propenso a la exageración, y así no es de extrañar que Ortega lo definiera como «el señor que exagera». Cabe preguntarse si a Menéndez Pelayo las odas de Meléndez le perturbaban por «simplezas» o por «lúbricas». Tal vez le molestaba sobre todo que, como fiscal, dijera que «no es religión todo lo que se cubre con su manto», y acaso por ello lo incluyó en su " Historia de los heterodoxos " .
Meléndez, conocido solo a golpe de manual, ha pasado por ser el poeta de los «ricitos» y los «lunarcitos». Pero también es el poeta que evoca «las sombras de las pasadas dichas» y conoce la fugacidad de las cosas humanas: «Así se abisman nuestros breves días / en la noche del tiempo»; el que dice a las flores: «O naced más temprano, / o no acabéis tan luego»; el que, cantando «la paz y los amores», pide la soltura y la independencia de la alondra. En su poesía hay ecos de Fray Luis en versos como «¡Oh campo!, ¡oh soledad!, ¡oh grato olvido!»; acentos de Quevedo en otros: «¿Cómo de entre las manos se me ha huido??», o «Humo los años fueron»; y lo mismo se perciben en él aspectos rusonianos («naturaleza es mi libro»), que atisbos de Espronceda y aun de Bécquer. Recoge la vieja doctrina del hombre como «mundo abreviado», denuncia las desigualdades («uno devora / la sustancia de mil»), y hasta sabe que el corazón humano es un «laberinto oscuro».