Calificada por estudiosos sadianos
como “gigantesco catálogo de perversiones”
(Jean Paulhan), o “tratado médico” (Gilbert Lely),
Las 120 jornadas de Sodoma, primera obra
del marqués de Sade, inició su accidentada
andadura en 1782 cuando su autor
se hallaba preso en el castillo de Vincennes
y se veía obligado a ocultar el manuscrito
en una tira de papel enrollado
de 12,10 metros de longitud.
Cuatro libertinos, representantes del poder
en Francia –y de los cuatro temperamentos
humanos–: el duque, el obispo, Durcet
y el presidente de Curval,
se aíslan en una fortaleza inaccesible
en medio de la Selva Negra
para disfrutar sin testigos de un libertinaje
desenfrenado, al tiempo que se entretienen
con las hazañas eróticas narradas por cuatro
«historiadoras», cuatro putas expertas
conocedoras del amplio abanico de delicias
y perversiones sexuales humanas.
Y para dar buena cuenta de tan extenso
como oscuro repertorio, Sade recurre
a la historia –los relatos de Suetonio y Tácito
sobre los excesos de los emperadores–,
a las memorias y biografías de actrices galantes,
así como a la tradición erótica y libertina
o a los recuerdos escritos de hechos reales
ocurridos en casas de citas.