El soberano de la Isla de los Cuatro Vientos era sabio y todopoderoso. La vida de los débiles para él no tenía valor alguno y la guerra le había permitido dominar todos los pueblos.
El zar amaba a su hija más que a la vida. La princesa vivía en la abundancia, pero nunca sonreía. Su único deseo era que su padre le construyera una torre vigía, una torre de cristal de roca desde la que detener guerras y discordias.
El zar buscó a los mejores arquitectos, pero una vez construida, la torre se desvanecía, pues se había levantado con manos manchadas de sangre.
Cien años después de que Maksim Bogdanovich, clásico de la literatura bielorrusa, escribiera este cuento de hadas, aún buscamos arquitectos con las manos limpias.