Esta sencilla dificultad de acceder a un alquiler y a un empleo repercute sobre el resto de nuestras vidas. Mi generación se ha «plegado» a este hecho y esa impotencia nos ha vuelto temerosos. Temerosos de todo. Ahora, dejar a tu pareja es correr un auténtico riesgo. Probar a experimentar algo, una locura. Las circunstancias nos han hecho dependientes, timoratos, cobardes. La coyuntura nos ha castrado. Sí, mi generación ha ganado una considerable libertad de hábitos y costumbres, pero también ha perdido el derecho a experimentar. El Estado, al no haber hecho nada contra la especulación inmobiliaria y la destrucción masiva de empleos, ha ido cercenando el lazo que nos mantenía unidos a la sociedad. Algo que solo puede beneficiar, ante un número creciente de individuos despreocupados de moral liberticida, a gobernantes más preocupados por dirigir y emprendedores por vender.