Werner Heisenberg fue, durante unos años, uno de los hombres más temidos de Occidente. No en vano lideraba
el programa nuclear nazi, a la postre fallido. Su colaboración con este régimen criminal iba a ensombrecer un legado
extraordinario en lo científico: en 1925, había formulado el marco teórico que encauzaba el furioso raudal de hallazgos
cuánticos de las décadas anteriores y, dos años después, postulaba su célebre principio de incertidumbre. En un sentido
crucial, afirmó Heisenberg, el observador influye en la realidad que está observando. Este principio y sus
consecuencias dejaron perplejo a más de uno, entre ellos a Einstein, que escribió a modo de protesta: «Me gusta creer
que la Luna sigue ahí aunque no la esté mirando».